¿Has pensado en cómo percibimos el amor?
Por si muero
Vivo en una isla lo que supone viajar bastante en avión.
Tengo una costumbre, algo macabra para algun@s, que es despedirme con la frase «por si se cae el avión que sepas que….»
La mayoría de la gente encuentra de mal gusto mencionar a la muerte o la posibilidad de tener un accidente mortal. Si me paro a pensarlo es normal, no queremos pensar que nos pueda pasar, precisamente porque sabemos que nos puede pasar.
Morirse es facilísimo. De hecho dice el refrán que «para morirse solo hay que estar vivo», por eso todos los vivos intentamos no pensarlo demasiado para no amargarnos la existencia. Lo cierto es que yo pienso bastante en la muerte porque la muerte me ha visitado de cerca y se ha convertido en una especie de enemigo íntimo.
La muerte me ha dado lecciones de vida, de esas que te hacen replantearte muchas cosas.
Se me murió mi segundo bebé y perdí de golpe mi inocencia. Aprendí a ver la cara B de la parte más bonita de la vida.
Se murió mi madre de repente y me di cuenta que los «mañana hablamos» a veces no son posibles. Que se nos quedan pendientes conversaciones porque vivimos creyendo que somos, si no inmortales, sí longevos, pero no siempre es así.
La muerte no siempre avisa. Vivir es estar permanentemente en riesgo de morir y no somos conscientes. Y está bien que sea así. Pero no tanto.
Ser consciente de que te puedes morir es un gran aliciente para vivir, aunque parezca contradictorio. Es un filtro perfecto para saber qué es lo esencial y qué es superfluo, qué es prioritario, y qué no lo es. Es un examen implacable para saber qué cosas gestionas desde el amor o desde el miedo. Te enfrenta a tu ego como nada más. Con esa dosis brutal de verdad que solo dan los duelos, porque en ellos estás sola con tu dolor, y en el dolor no hay máscaras que sirvan.
Cuando me siento el en avión, los últimos mensajes que mando antes de poner el «modo avión» me dicen quiénes son las personas de mi vida. Es un poco macabro sí, pero por unos segundos me imagino que muero estrellada y que mis últimas palabras fueron «Te Quiero».
Lástima que a veces tengamos que pensar en la muerte para decirlas. Ojalá la vida fuera igual de motivadora para vencer vergüenzas, orgullo y miedo y quedarnos con lo esencial, lo que realmente importa.
Nohemí Hervada
Post publicado originalmente en Facebook
Comer siempre pan duro
¿Cuántas veces has oído eso de :
“No esperes a decir a tus seres queridos que les quieres”?
Seguramente hemos compartido decenas de carteles con ese tipo de mensajes.
Pero lo cierto es que nuestra conciencia sobre la fragilidad de la vida es breve. Nos dura el tiempo justo de hacer un repaso mental rápido para recordar si nos despedimos de los nuestros ese día con un beso y un “te quiero” o con un simple “hasta luego”.
Estamos diseñados para intentar sobrevivir, así que no nos recreamos en pensar que puede que no lo logremos hoy.
Vivimos como si fuéramos eternos, y eso es bueno.
Pero es falso.
Vivimos haciendo planes para mañana, para el mes que viene, para nuestra jubilación… cuando lo cierto es que nadie tiene garantizado llegar a cumplirlos. No se trata ahora de hacer del Carpe Diem nuestro grito de guerra y vivir sólo el momento presente, porque en el mundo en que la mayoría nos movemos, para que haya un presente con cierta calidad de vida hemos tenido que tener algo de cabeza en en algún momento más o menos lejano en el pasado. Pero sí se trata de ser sinceros y pensar si somos de los que de verdad disfrutamos el hoy, aunque dediquemos parte de nuestro tiempo al mañana.
Cuando era pequeña a veces iba con mi abuela a visitar a una familiar con muchísimo dinero pero muy tacaña. Cuando esta mujer me ofrecía merendar, siempre era con pan duro. Mi abuela me decía: “Esta mujer siempre come pan de ayer. ¿Algún día parará y empezará a comer el pan del día?»
Esa frase :“comer siempre pan de ayer”, se me quedó grabada como ejemplo de personas que no disfrutan nunca el presente.
No quiero pasarme la vida comiendo pan de ayer.
No quiero mi pan caliente y recién hecho de hoy comérmelo duro mañana.
……….Quiero querer a la gente que quiero cada día de mi vida y demostrárselo.
……….Quiero que cada vez que me separo de los míos sea con un gran abrazo y un beso, nunca con un enfado que solucionar a la noche. Porque a veces, sencillamente no hay noche.
……….Quiero que mis prisas, mis proyectos emocionantes y mis ganas de vivir no se coman los momentos de sencillamente mirar a mis hijos y agradecer tenerlos en mi vida. Quiero que sepan que son mi mayor motivo de orgullo. Sin duda lo mejor que he hecho nunca.
……….Quiero pasar mi vida trabajando con gente que aprecia lo que hago y con gente a la que yo valoro y no malgastar mi energía y mis talentos para otros que ni los aprecian, ni los valoran, ni los remuneran.
……….Quiero que mis amigas sepan que aunque lejos, pienso en ellas cada día, como uno de los mayores regalos de mi paso por la vida. Aquéllas que siguen conmigo y otras que, por diversos motivos, ya no están.
……….Quiero llorar cuando la gente que quiero llora, y reír cuando ellos ríen, y celebrar sus alegrías y maldecir las injusticias que sufren. Quiero que por encima de todo, sepan que no están solos.
……….Quiero, como dirían las aspirantes a Miss Universo: la paz mundial y la concordia, pero mientras eso llega, me gustaría pensar que puedo contribuir a un pedacito de eso a toda esa gente que me importa.
Quiero comer con los que quiero mi pan del día, cada día.
Sí duele, mucho. Pero no vas a morir
Dicen que todos los miedos son en realidad el mismo miedo:
el miedo a morir.
La muerte es el miedo por excelencia, porque acaba con toda la esperanza que, mientras hay vida, no todos, pero algunos, nos empeñamos en mantener.
Y así los miedos que vamos acumulando o de los que nos despedimos en uno u otro momento, o aquéllos que transformamos y trocamos son al final el mismo.
Por eso todos sabemos lo que es. Por eso todos podemos comprender qué es el miedo. Todos sentimos la misma emoción, por una u otra causa, la manifestaremos de forma diferente, en mayor o menor grado, pero todos tenemos en el miedo a un viejo conocido.
Precisamente por ser tan conocido, tan común y tan universal y atemporal el miedo ha sido usado como arma, como elemento de control y de sumisión. La religión, la política, la cultura, la sociedad, la familia… en todos los estamentos y organizaciones ha habido quien ha encontrado en el miedo el mejor aliado para someter a los demás para su provecho.
Hoy, yo como adulta, puede que no le tenga miedo a la oscuridad, o a los fantasmas, a los payasos o a los bichos… pero mi capacidad de sentir miedo sigue ahí.
He conocido el miedo que produce la incertidumbre. Durante una época de mi vida vivía casi al día y tuve que ser capaz de sobreponerme a la parálisis del miedo a la indigencia.
Más adelante en una época de mala salud tuve que lidiar con el miedo a tener una enfermedad incapacitante y a si sería capaz de vivir con las limitaciones que eso podría suponer. Por fortuna, sólo fue algo temporal. Pero me recordó lo frágil que son algunas cosas que damos por sentado, y lo afortunadas que somos la mayoría de las personas por tener miedo a una enfermedad grave y no por tenerla.
He vivido el miedo por la gente que quiero. Por sus vidas y sus muertes.
He vivido el miedo a quedar atrapada en una vida que nos iba robando la felicidad poco a poco, y cuando decidí salir, tuve que afrontar el miedo a acabar peor de lo que estaba.
Conocí el miedo como madre.
Miedo a que a mi hijo le pasara algo malo cuando alguien con mucha buena intención y muy poco tacto me dijo que llevaba mucho tiempo sin comer bien y que seguramente le faltó glucosa a su cerebro. Recuerdo como ahora mismo el pánico de pensar que yo había provocado lesiones cerebrales a mi bebé. (Este detalle nunca lo olvido cuando hago una asesoría de lactancia= que nunca sea yo causa de más miedo para una madre).
Viví en primera persona el miedo a no ser lo bastante buena madre hasta que la muerte de mi segundo bebé me enseñó la más valiosa y dura lección de toda mi vida:
«hay algo peor que no sentirse una buena madre,
es no poder ser madre de ese ser que amas».
En el duelo por Altair aprendí la mayor parte de lo que sé sobre el miedo, sobre dolor, sobre sufrimiento, sobre fases y etapas, y retrocesos, y tristeza, y rabia y negociación, y resignación, y transformación… y sanación.
En mi tercer embarazo creo que apenas sentí nada que no fuera miedo. Hoy sé que era mi forma de amor, pero yo lo vivía como miedo. Me habían arrancado mi inocencia y había visto la muerte cara a cara. La imagen del pequeño cuerpo de Altair sin vida era como el único combustible del que se alimentaba mi miedo. Pero no era así. Porque mi hija me regalaba señales para decirme: «mamá, estoy aquí». Y eso me ayudaba a no desfallecer de puro miedo a perderla.
Atravesé el umbral de la vida y la muerte que es un parto. En ese momento en el que tu mente, tu cuerpo y tu alma te dice «no puedo», en ese momento, el único antídoto que conozco al miedo que es el Amor me gritaba. «Sí puedes. Vas a poder.»
Y yo repetía esas mismas palabras para mi y para mi hija: «Vamos a poder» «Vamos a poder».
Y pudimos. Con el miedo, con la muerte y con la incertidumbre.
Después de eso nunca me sentí tan fuerte ni tan viva ni tan alejada de la muerte. Hasta mi cuerpo experimentó un despertar a la vida que no había conocido antes.
Y decidí que no sería presa del miedo nunca más.
Y cuando supe que mi vida no era como quería decidí cambiarla. Lamento haber dañado con ello a otras personas, pero estoy convencida que no hacerlo habría sido mucho peor.
Ninguna dinámica mantenida por el miedo a la soledad o por el miedo a no dañar acaban siendo positivas. Si no se mantienen por amor, es por miedo. Y el miedo no es un buen vinculador, o al menos, no para la felicidad, o no como yo la entiendo o la quiero entender.
Y fui feliz un tiempo, quizás demasiado, como dirían los dioses griegos, para una simple mortal y sufrí otra vez el miedo en forma de engaño y abandono.
Y lloré. Lloré como no recordaba haber llorado antes. No sé si de niña lloré mucho, creo que no, me recuerdo más bien enfadada que llorando. Sea como fuere, en esas semanas, y meses, y años, lloré por fuera y por dentro. Lloré hasta creer secarme. Lloré de miedo a estar sola.
¿Por qué os cuento todo esto?
Porque da igual que tengas 1 mes, 15 años, 22 o 44, cualquier miedo, sea a la oscuridad, a estar solo, a que no te quiera nadie, a que no sepas si tendrás un techo y comida mañana o a cualquier otra cosa, es al final una forma del único miedo, el único real : a morir.
Pero eso no va a hacer que no sientas los miedos y que no te duelan los duelos.
Los duelos duelen, mucho.
Algunos por imprevisibles, otros por traicioneros, otros por inesperados, otros por injustos, otros por inmerecidos, otros por desoladores, otros por revividos, otros por impuestos, y a veces por todo junto.
Duele. y lloras, y sigues llorando. Y cuando crees que no te quedan lágrimas, algo te devuelve a la casilla de salida y descubres que aún hay más dolor y más llanto y más angustia y más vacío.
Y crees morir o quieres morir aunque sea un rato para no sentir dolor. Porque aún vive en ti ese miedo, el miedo a la soledad, a la oscuridad, pero no a la soledad de perder a esa persona que hoy lloras, no el miedo a la oscuridad que sabes que tarde o temprano se disipará con el día, sino el miedo a la soledad y oscuridad eterna: a la muerte.
Y sólo nos queda sacar nuestra última arma para transitar ese camino sin perdernos en él para siempre. Lo que nos salva al final de la locura y la desesperación: el amor.
El de verdad, no el que te juró alguien con más miedo a estar solo que tú a la luz de una luna, no. El amor de verdad, el amor a la vida, el amor a tu propia vida y de aquellos a los que quieres y te quieren de verdad, sin egoísmo ni rebajando su y tu dignidad. El amor en mayúsculas.
Yo, a veces, he envidiado, envidio hoy, a quien se queda en el miedo a estar solo y se agarra a la primera tabla de salvación que encuentra. Pero las personas no somos tablas de salvación unas de otras. Así que como escribí el otro día, no es que yo no sea egoísta, y no tenga miedo. Seguramente tenga más que tú.
Pero yo he decidido vencerlo. Aún no he ganado, pero estoy en ello.
Ahora toca llorar, mucho. Y toca sentir el dolor, mucho y muy fuerte…
Pero si algo sé… es que de esto no voy a morir.
Vender el Alma por un Abrazo
Una de las mejores cosas de mi vida es tener amigas de verdad.
De las que cuando estás mal te dicen:
«¿A quién hay que romperle las piernas?» o «¿A quién hay que odiar?»
Esas cosas de mujeres que sólo entiende quien ha vivido esa complicidad femenina, ese comadreo y esa lealtad de quien está dispuesto a todo para que sepas que son incondicionales.
Si hay que odiar a un ex, ellas serán las primeras.
Si hay que odiar a la nueva novia de un ex seguro que son capaces de sacar una lista de motivos más larga que una tenia.
Quien no ha pasado por esto igual ve maldad en estos hechos o machismo o lo que sea. Pero las mujeres, las mujeres que transitamos junto a otras mujeres el camino de la vida, sabemos que ser «políticamente correcto» es de todo menos femenino. Y es de todo menos positivo en un duelo.
Duelos
EN un duelo no eres muy racional: tienes rabia, dolor, tristeza, autocomplacencia, te rebajas, intentas negociar, peleas, te rindes, reniegas y suplicas.
Si no lo has vivido no sabes lo que es un duelo. Si no has pasado por ahí vives anestesiado. No hiciste tu duelo. O es que no has perdido nada de real valor.
Cuando pierdes algo que amas no hay razón, ni cordura. Te vuelves loca por momentos.
Ellas, tus amigas, lo saben.
Y hacen lo que deben hacer en estos momentos: acompañarte.
Y poco a poco a medida que pasan las etapas, cuando has llorado, y has odiado, y has luchado y has gritado y has explotado y cuando te has rendido… aparecen para decirte las verdades.
Entonces sí: no antes.
Y la verdad que todas sabemos es que cuando alguien se va es que no quiere estar contigo. O no puede. Pero si no puede, es que en el fondo no quiere. Que cuando alguien no tiene el valor de estar contigo no te merece.
Somos diosas dadoras de vida.
Nada hay que empodere más a una mujer que saber que ha traspasado el umbral que une la vida y la muerte.
Nada hay más poderoso que saber que engendró y generó y mantuvo una vida.
Nada hay más poderoso que sentir que has traído al mundo algo tan único y tan valioso y que es tuyo.
Nada hay más fuerte que una madre luchando por sus crías.
Y eso asusta.
Asusta a veces hasta a los propios padres de nuestros hijos. Nos ven transformarnos en otra cosa. Ya no somos «su mujer». No todos están preparados, no todos están a la altura. No todos están dispuestos a hacer ese viaje de entrega, renuncia, sacrificio y cambio. O no a nuestro ritmo.
Porque nada te cambia tanto como entregarte a criar.
Nada te enfrenta tanto a tus propias verdades y mentiras y miserias y miedos y angustias y carencias y heridas como ser responsable de otro ser de esta forma.
Nada te hace más fuerte que vencer tu propio deseo de salir huyendo de tanta responsabilidad.
Nada te hace más fuerte que darte cuenta que a veces quieres renunciar a ese sagrado privilegio para ser tú la abrazada, la cuidada, la amada incondicionalmente.
Y nada te hace más fuerte que no hacerlo.
A veces nuestra propia falta del abrazo que ahora damos, de la presencia que ahora intentamos tener para nuestros hijos, de la incondicionalidad de nuestro amor por ellos…
Esa herida aún abierta que es ser conscientes de que no lo tuvimos. Que supura cada vez que renunciamos a algo por escoger darles con todas nuestras fuerzas el amor que merecen de la forma que merecen. Del modo que nosotros esperábamos. Del modo que merecíamos y no tuvimos…
A veces, eso nos resulta insoportable.
Y por momentos vendemos nuestra alma al diablo por ese abrazo.
Y soñamos con ser libres.
Cuando esa libertad no es más que ser prisionera.
Prisionera de la soledad de la niña que fuimos.
Prisionera de la necesidad de los abrazos que no recibimos y hoy añoramos.
Prisioneras de la falta del único amor de verdad incondicional que deberíamos haber esperado. Ese que pasó y no lo tuvimos.
Y ahora, a veces, encontramos seres especiales (porque lo son, o porque así les vemos).
Que descubren que añoramos los abrazos.
Y nos los dan.
Y nos enganchan.
Y les amamos. A ellos y a sus abrazos.
Y sentimos que queremos quedarnos a vivir en sus brazos. Sentimos paz y calma, seguridad… Sentimos reposo para el alma.
Y queremos ser sólo eso que sentimos en esos momentos, con ellos, en sus brazos.
Pero no podemos. Porque no somos más aquélla niña.
Ahora somos nosotras quienes abrazamos y cuidamos.
Nos toca crecer para criar y hacer de nuestros hijos adultos más sanos.
Con menos heridas y menos carencias.
Con la etapa de ser niños colmada de cariño. Y de presencia y de respuesta y de consuelo y de compañía en muchas horas, las activas, y las muertas.
Y es tan duro renunciar algunas veces.
Es tan duro darnos cuenta que por momentos no nos compensa.
Es tan dura la lucha del corazón de la niña, del corazón de la mujer y del corazón de la diosa, madre y guerrera.
Atenea, Afrodita, Hera…
Sólo quien ha vivido esa lucha la comprende.
Sólo quien la ha llorado sabrá acompañarte.
Y sólo los hombres fuertes y valientes son capaces de entenderlo. Y de aceptar que les amemos, aunque no sean lo primero.
Sólo el que reconoce que también tiene una herida, buscará en nosotras el amor de una mujer, no el de otra cosa.
Y nos querrá por lo que somos, con lo que les podemos dar y con lo que les quitamos.
Entenderán que les compensa más un tiempo a medias con quien desean, con «su» mujer, que todas las horas con otra sólo por suplir una carencia.
Amar es renunciar al egoísmo y al miedo.
No significa no serlo ni tenerlo.
Ser madre no me hizo menos egoísta y no me hizo no tener miedo. Pero me enseñó a verlo. A aceptarlo y enfrentarlo.
Soy egoísta porque a veces deseo estar yo sola. Ser dueña de todo mi tiempo. Dormir con quien quiero hasta que quiero. Hacer planes sin preguntar, mi libertad. Quiero lo mismo que cualquiera.
LA diferencia es que yo tengo además otro deseo.
Deseo disfrutar de mis hijos. Y deseo que ellos sepan… No, «que sepan» no, deseo que ellos sientan que son para mí, antes que otros, lo primero.
Deseo que vean a su madre feliz encontrando el equilibrio de ser feliz ella misma, con su vida, sus amores y sus cosas… pero sin que ellos paguen un precio.
No siempre será así. Ellos crecen, y algún día no querrán dormir conmigo, ni salir conmigo, ni abrazarme en público (ojalá no). Algún día sí podré dormir con quien quiera hasta cuando quiera, o sola. Algún día mis viajes serán de más de 2 días. Algún día podré ir a cenar sin hora de llegada. Algún día podré perderme en un sendero sin ellos.
Pero aún no. Y una vez más cito a Bei: «Las noches son largas y los años son cortos».
Y tengo miedo.
Miedo a no volver a amar de este modo. Y a no ser amada como quiero y merezco. Miedo a volverme descreída del amor a base de desengaños.
Como tú, soy egoista y tengo miedo.
Pero sobre todo lo que tengo… tengo amor.
Tengo amor del que vence el egoísmo y el miedo.
PD: Dedicado a mi madre.
Ahora te he comprendido más de lo que te comprendí nunca. Perdona por haberte juzgado tantas veces. Por haber odiado tus elecciones y tus prioridades. Ahora sé, que a veces, una sólo da lo que puede, lo que tiene.
Encontré mi Pócima
A veces uno busca las palabras y otras veces las palabras lo buscan a uno.
Ayer llegué a casa y me fui a la cama con deseo… y lo hice realidad.
Nos enganchan las personas por lo que nos cuentan, o por lo que entendemos nosotros de lo que nos cuentan.
Adoro a quienes saben y creen en el poder de las palabras, quienes las usan sabiendo que son algo más que fonemas unidos, a quienes poseen el secreto mágico de la Alquimia de la vida.
Puedo amar a alguien por las palabras que usa
O amar sus palabras y usarle a él para tenerlas
O usar su amor para crearlas
O crear amor usándolas
Al final «amor» es una palabra
Gracias David por recordarme algo que a veces, en mi soberbia, olvido.
Ayer tu pócima 71, escogida al azar ( seguro que no) era mía.
Fue para mí por un instante
O para siempre
Y mientras la leía y sonreía era consciente de cómo leemos lo que queremos.
Yo ayer tenía que hablar de Amor, o de des-amor, que al fin es lo mismo.
Gracias Elena Alonso-Viajamor por traer a mi vida momentos mágicos en forma de personas y palabras, gracias Carol por invitarme.
Gracias a todos por recordarme que el drama lo ponemos nosotros, porque la realidad ES que
TODO, siempre es un comienzo
aunque se vista de final.
Soy experta en comienzos, porque he practicado con muchos finales.
Anoche me fui a la cama contigo, como te prometí
Y viajé a otros mundos, como ese niño en el sofá que hacía Nada.
Y mi alma estuvo en paz y alborotada
porque sé, porque siento, porque nombro, porque creo
Y antes de eso, antes de llegar a casa, paré el coche, cogí mi libreta y mi pluma, escribí un par de hojas con alguna disculpa y varios GRACIAS, las arranqué y las dejé debajo de una puerta.
Trazos garabateados con todo su sentido
O con dos
El que yo escribí
Y el que será leído
Fragmento del Libro SI FUESES PÁJARO LO ENENDERÍAS
de David Testal