Una de las mejores cosas de mi vida es tener amigas de verdad.
De las que cuando estás mal te dicen:

«¿A quién hay que romperle las piernas?» o «¿A quién hay que odiar?»

Esas cosas de mujeres que sólo entiende quien ha vivido esa complicidad femenina, ese comadreo y esa lealtad de quien está dispuesto a todo para que sepas que son incondicionales.

Si hay que odiar a un ex, ellas serán las primeras.

Si hay que odiar a la nueva novia de un ex seguro que  son capaces de sacar una lista de motivos  más larga que una tenia.

Quien no ha pasado por esto igual ve maldad en estos hechos o machismo o lo que sea. Pero las mujeres, las mujeres que transitamos junto a otras mujeres el camino de la vida, sabemos que ser «políticamente correcto» es de todo menos femenino. Y es de todo menos positivo en un duelo.

Duelos

EN un duelo no eres muy racional:  tienes rabia, dolor, tristeza, autocomplacencia, te rebajas, intentas negociar, peleas, te rindes, reniegas y suplicas.
Si no lo has vivido no sabes lo que es un duelo. Si no has pasado por ahí vives anestesiado. No hiciste tu duelo. O es que no has perdido nada de real valor.

Cuando pierdes algo que amas no hay razón, ni cordura. Te vuelves loca por momentos.

Ellas, tus amigas, lo saben.

Y hacen lo que deben hacer en estos momentos: acompañarte.
Y poco a poco a medida que pasan las etapas, cuando has llorado, y has odiado, y has luchado y has gritado y has explotado y cuando te has rendido… aparecen para decirte las verdades.

Entonces sí: no antes.

Y la verdad que todas sabemos es que cuando alguien se va es que no quiere estar contigo. O no puede. Pero si no puede, es que en el fondo no quiere. Que cuando alguien no tiene el valor de estar contigo no te merece.

Somos diosas dadoras de vida.
Nada hay que empodere más a una mujer que saber que ha traspasado el umbral que une la vida y la muerte.
Nada hay más poderoso que saber que engendró y generó y mantuvo una vida.
Nada hay más poderoso que sentir que has traído al mundo algo tan único y tan valioso y que es tuyo.
Nada hay más fuerte que una madre luchando por sus crías.

Y eso asusta.
Asusta a veces hasta a los propios padres de nuestros hijos. Nos ven transformarnos en otra cosa. Ya no somos «su mujer». No todos están preparados, no todos están a la altura. No todos están dispuestos a hacer ese viaje de entrega, renuncia, sacrificio y cambio. O no a nuestro ritmo.

Porque  nada te cambia tanto como entregarte a criar.
Nada te enfrenta tanto a tus propias verdades y mentiras y miserias y miedos y angustias y carencias y heridas como ser responsable de otro ser de esta forma.
Nada te hace más fuerte que vencer tu propio deseo de salir huyendo de tanta responsabilidad.
Nada te hace más fuerte que darte cuenta que a veces quieres renunciar a ese sagrado privilegio para ser tú la abrazada, la cuidada, la amada incondicionalmente.
Y nada te hace más fuerte que no hacerlo.

A veces nuestra  propia falta del abrazo que ahora damos, de la presencia que ahora intentamos tener para nuestros hijos, de la incondicionalidad de nuestro amor por ellos…

Esa herida aún abierta que es ser conscientes de que no lo tuvimos. Que supura cada vez que renunciamos a algo por escoger darles con todas nuestras fuerzas el amor que merecen de la forma que merecen. Del modo que nosotros esperábamos. Del modo que merecíamos y no tuvimos…

A veces, eso nos resulta insoportable.

Y por momentos vendemos nuestra alma al diablo por ese abrazo.
Y soñamos con ser libres.
Cuando esa libertad no es más que ser prisionera.
Prisionera de la soledad de la niña que fuimos.
Prisionera de la necesidad de los abrazos que no recibimos y hoy añoramos.
Prisioneras de la falta del único amor de verdad incondicional que deberíamos haber esperado. Ese que pasó y no lo tuvimos.

Y ahora, a veces, encontramos seres especiales (porque lo son, o porque así les vemos).
Que descubren que añoramos los abrazos.
Y nos los dan.
Y nos enganchan.
Y les amamos. A ellos y a sus abrazos.
Y sentimos que queremos quedarnos  a vivir en sus brazos. Sentimos paz y calma, seguridad…  Sentimos reposo para el alma.
Y queremos  ser sólo eso que sentimos en esos momentos, con ellos, en sus brazos.

Pero no podemos. Porque no somos más aquélla niña.

Ahora somos nosotras quienes abrazamos y cuidamos.

Nos toca crecer para criar y hacer de nuestros hijos adultos más sanos.

Con menos heridas y menos carencias.

Con la etapa de ser niños colmada de cariño. Y de presencia y de respuesta y de consuelo y de compañía en muchas horas, las activas, y las muertas.

Y es tan duro renunciar algunas veces.

Es tan duro darnos cuenta que por momentos no nos compensa.

Es tan dura la lucha del corazón de la niña, del corazón de la mujer y del corazón de la diosa, madre y guerrera.
Atenea, Afrodita, Hera…

Sólo quien ha vivido esa lucha la comprende.

Sólo quien la ha llorado sabrá acompañarte.

Y sólo los hombres fuertes y valientes son capaces de entenderlo. Y de aceptar que les amemos, aunque no sean lo primero.

Sólo el que reconoce que también tiene una herida, buscará en nosotras el amor de una mujer, no el de otra cosa.

Y nos querrá por lo que somos, con lo que les podemos dar y con lo que les quitamos.

Entenderán que les compensa más un tiempo a medias con quien desean, con «su» mujer,  que todas las horas con otra sólo por suplir una carencia.

Amar es renunciar al egoísmo y al miedo.

No significa no serlo ni tenerlo.
Ser madre no me hizo menos egoísta y no me hizo no tener miedo. Pero me enseñó a verlo. A aceptarlo y enfrentarlo.
Soy egoísta porque a veces deseo estar yo sola. Ser dueña de todo mi tiempo. Dormir con quien quiero hasta que quiero. Hacer planes sin preguntar, mi libertad. Quiero lo mismo que cualquiera.
LA diferencia es que yo tengo además otro deseo.
Deseo disfrutar de mis hijos. Y deseo que ellos sepan… No, «que sepan» no, deseo que ellos sientan que son para mí, antes que otros, lo primero.
Deseo que vean a su madre feliz encontrando el equilibrio de ser feliz ella misma, con su vida, sus amores y sus cosas… pero sin que ellos paguen un precio.

No siempre será así. Ellos crecen, y algún día no querrán dormir conmigo, ni salir conmigo, ni abrazarme en público (ojalá no). Algún día sí podré dormir con quien quiera hasta cuando quiera, o sola. Algún día mis viajes serán de más de 2 días. Algún día podré ir a cenar sin hora de llegada. Algún día podré perderme en un sendero sin ellos.
Pero aún no. Y una vez más cito a Bei: «Las noches son largas y los años son cortos».

Y tengo miedo.

Miedo a no volver a amar de este modo. Y a no ser amada como quiero y merezco. Miedo a volverme descreída del amor a base de desengaños.

Como tú, soy egoista y tengo miedo.

Pero sobre todo lo que tengo… tengo amor.

Tengo amor del que vence el egoísmo y el miedo.

PD: Dedicado a mi madre.
Ahora te he comprendido más de lo que te comprendí nunca. Perdona por haberte juzgado tantas veces. Por haber odiado tus elecciones y tus prioridades. Ahora sé, que a veces, una sólo da lo que puede, lo que tiene.