Sí duele, mucho. Pero no vas a morir

Sí duele, mucho. Pero no vas a morir

Dicen que todos los miedos son en realidad el mismo miedo:
el miedo a morir.

La muerte es el miedo por excelencia, porque acaba con toda la esperanza que, mientras hay vida, no todos, pero algunos, nos empeñamos en mantener.
Y  así los miedos que vamos acumulando o de los que nos despedimos en uno u otro momento,  o aquéllos que transformamos y trocamos son al final el mismo.

Por eso todos sabemos lo que es. Por eso todos podemos comprender qué es el miedo. Todos sentimos la misma emoción, por una u otra causa, la manifestaremos de forma diferente, en mayor o menor grado, pero  todos tenemos en el miedo a un viejo conocido.
Precisamente por ser tan conocido, tan común y tan universal y atemporal el miedo ha sido usado como arma, como elemento de control y de sumisión. La religión, la política, la cultura, la sociedad, la familia… en todos los estamentos y organizaciones ha habido quien ha encontrado en el miedo el mejor aliado para someter a los demás para su provecho.

Hoy, yo como adulta, puede que no le tenga miedo a la oscuridad, o a los fantasmas, a los payasos o a los bichos… pero mi capacidad de sentir miedo sigue ahí.

He conocido el miedo que produce la incertidumbre. Durante una época de mi vida vivía casi al día y tuve que ser capaz de sobreponerme a la parálisis del miedo a la indigencia.

Más adelante en una época de mala salud tuve que lidiar con el miedo a tener una enfermedad incapacitante y a si sería capaz de vivir con las limitaciones que eso podría suponer. Por fortuna, sólo fue algo temporal. Pero me recordó lo frágil que son algunas cosas que damos por sentado, y lo afortunadas que somos la mayoría de las personas por tener miedo a una enfermedad grave y no por tenerla.

He vivido el miedo por la gente que quiero. Por sus vidas  y sus muertes.

He vivido el miedo a quedar atrapada en una vida que nos iba robando la felicidad poco a poco, y  cuando decidí salir, tuve que afrontar el miedo a acabar peor de lo que estaba.

Conocí el miedo como madre.

Miedo a que a mi hijo le pasara algo malo cuando alguien con mucha buena intención y muy poco tacto me dijo que llevaba mucho tiempo sin comer bien y que seguramente le faltó glucosa a su cerebro. Recuerdo como ahora mismo el pánico de pensar que yo había provocado lesiones cerebrales a mi bebé. (Este detalle nunca lo olvido cuando hago una asesoría de lactancia= que nunca sea yo causa de más miedo para una madre).

Viví en primera persona el miedo a no ser lo bastante buena madre hasta que la muerte de mi segundo bebé me enseñó la más valiosa y dura lección de toda mi vida:

«hay algo peor que no sentirse una buena madre,

es no poder ser madre de ese ser que amas».

En el duelo por Altair aprendí la mayor parte de lo que sé sobre el miedo, sobre dolor, sobre sufrimiento, sobre fases y etapas, y retrocesos, y tristeza, y rabia y negociación, y resignación, y transformación… y sanación.

En mi tercer embarazo creo que apenas sentí nada que no fuera miedo. Hoy sé que era mi forma de amor, pero yo lo vivía como miedo. Me habían arrancado mi inocencia y había visto la muerte cara a cara. La imagen del pequeño cuerpo de Altair  sin vida era como el único combustible del que se alimentaba mi miedo. Pero no era así. Porque mi hija me regalaba señales para decirme: «mamá, estoy aquí». Y eso me ayudaba a no desfallecer de puro miedo a perderla.

Atravesé el umbral de la vida y la muerte que es un parto. En ese momento en el que tu mente, tu cuerpo y tu alma te dice «no puedo», en ese momento, el único antídoto que conozco al miedo que es el Amor me gritaba. «Sí puedes. Vas a poder.»
Y yo repetía esas mismas palabras para mi y para mi hija: «Vamos a poder» «Vamos a poder».

Y pudimos. Con el miedo, con la muerte y con la incertidumbre. 

Después de eso nunca me sentí tan fuerte ni tan viva ni tan alejada de la muerte. Hasta mi cuerpo experimentó un despertar a la vida que no había conocido antes.

Y decidí que no sería presa del miedo nunca más.

Y cuando supe que mi vida no era como quería decidí cambiarla. Lamento haber dañado con ello a otras personas, pero estoy convencida que no hacerlo habría sido mucho peor.

Ninguna dinámica mantenida por el miedo a la soledad o por el miedo a no dañar acaban siendo positivas. Si no se mantienen por amor, es por miedo. Y el miedo no es un buen vinculador, o al menos, no para la felicidad, o no como yo la entiendo o la quiero entender.

Y fui feliz un tiempo, quizás demasiado, como dirían los dioses griegos, para una simple mortal y sufrí otra vez el miedo en forma de engaño y abandono.

Y lloré. Lloré como no recordaba haber llorado antes. No sé si de niña lloré mucho, creo que no, me recuerdo más bien enfadada que llorando. Sea como fuere, en esas semanas, y meses, y años, lloré por fuera y por dentro. Lloré hasta creer secarme. Lloré de miedo a estar sola.

¿Por qué os cuento todo esto?

Porque da igual que tengas 1 mes, 15 años, 22 o 44, cualquier miedo, sea a la oscuridad, a estar solo, a que no te quiera nadie, a que no sepas si  tendrás un techo y comida mañana o a cualquier otra cosa, es al final una forma del único miedo, el único real : a morir.
Pero eso no va a hacer que no  sientas los miedos y que no te duelan los duelos.

Los duelos duelen, mucho.

Algunos por imprevisibles, otros por traicioneros, otros por inesperados, otros por injustos, otros por inmerecidos, otros por desoladores, otros por revividos, otros por  impuestos, y a veces por todo junto.

Duele. y lloras, y sigues llorando. Y cuando crees que no te quedan lágrimas, algo te devuelve a la casilla de salida y descubres que aún hay más dolor y más llanto y más angustia y más vacío.

Y crees morir o quieres morir aunque sea un rato para no sentir dolor.  Porque aún vive en ti ese miedo, el miedo a la soledad, a la oscuridad, pero no a la soledad de perder a esa persona que hoy lloras, no el miedo a la oscuridad que sabes que tarde o temprano se disipará con el día, sino el miedo a la soledad y oscuridad eterna: a la muerte.

Y sólo nos queda sacar nuestra última arma para transitar ese camino sin perdernos en él  para siempre. Lo que nos salva al final de la locura y la desesperación: el amor.

El de verdad, no el que te juró alguien con más miedo a estar solo que tú a la luz de una luna, no. El amor de verdad, el amor a la vida, el amor a tu propia vida y  de aquellos a los que quieres y te quieren de verdad, sin egoísmo ni rebajando su y tu dignidad. El amor en mayúsculas.

Tabla de salvaciónYo, a veces, he envidiado, envidio hoy, a quien se queda en el miedo a estar solo y se agarra a la primera  tabla de salvación que encuentra. Pero las personas no somos tablas de salvación unas de otras.  Así que como escribí el otro día, no es que yo no sea egoísta, y no tenga miedo. Seguramente tenga más que tú.
Pero yo he decidido vencerlo. Aún no he ganado, pero estoy en ello.
Ahora toca llorar, mucho. Y toca sentir el dolor, mucho y muy fuerte…

Pero si algo sé… es que de esto no voy a morir.

 

Cómo superar un desengaño

Cómo superar un desengaño

¿Has sufrido algún desengaño amoroso? ¿te han dejado alguna vez? Si es así, sabes lo desoladora que puede ser esta experiencia. De hecho, nos pasamos la vida oyendo  frases como: «Sin ti no soy nada» , «sin ti me muero» y similares, porque   casi todos empalizamos con esa sensación tras un desengaño de  que todo pierde sentido para nosotros, hasta nuestra propia vida.

Pero ¿es cierto? ¿Realmente podemos morirnos de amor, o mejor dicho, de desamor?

El duelo del desamor

La verdad es que morirse no es fácil, pero eso no quiere decir que no sea una experiencia dolorosa, dura y, a veces, traumática. Y ha de ser así porque en el fondo un desengaño es un duelo.  Muertes, abandonos, cambios, pérdidas, fracasos… todo son duelos. Todo lo que implique una pérdida importante lo es.

En el caso de los desengaños amorosos  con un agravante, porque la persona que ya no está, en realidad sigue viva.
La muerte del ser amado es atroz porque es algo irreversible. De ahí que no hay consuelo alguno  porque no hay nada que se pueda hacer que nos devuelva a ese ser.

Esto que es brutal, es a la vez algo positivo en el camino del duelo por fallecimientos, a diferencia de otros:  la irreversibilidad.

Eso no quiere decir que  sufrir la muerte de la persona amada no sea uno de los peores trances de la vida. Es algo durísimo y, como todo duelo, el camino no es lineal ni siempre ascendente y habrá recaídas de ánimo. Seguramente nos retrotraigamos a los momentos en que esa persona estuvo con nosotros. Puede que incluso imaginemos cómo sería en el presente de estar vivo.  Todo esto lo tienen en común ambos duelos, la diferencia es que,  a menos que la persona realmente tenga un problema serio,  cuando aquel a quien queremos se muere, no  albergamos la esperanza de volver con él. Eso es lo que sí sucede tras un desengaño amoroso.

Fantasías contra el dolor

Como la persona que ya no está con nosotros, sí está, es decir, sigue viva, solemos aferrarnos a la idea de que puede volver.

Fantaseamos constantemente con ese deseo. Nos imaginamos escenarios posibles donde las cosas cambien, donde la causa que motivó la separación ya no exista, donde una poderosa, casi divina inspiración, le haga ver al otro que  está predestinado a estar junto a nosotros.

Ni qué decir tiene que es una ilusión.

Da igual que siga vivo. Si no nos quiere no nos quiere. Y fantasear puede aliviar el dolor en el momento pero lo que hace es agravarlo cuando se toma contacto con la realidad. Como quien bebe o se droga o toma pastillas para anestesiar las emociones dolorosas. Una vez pasado el efecto, la emoción sigue ahí pero nosotros estamos en peor estado aún para gestionarlas.

Como escribí una vez:  no hay atajos. El dolor hay que pasarlo y cuanto antes mejor.

Verdades que tienes que oír

Me gustaría compartirte mis reflexiones al respecto. No me gusta llamarlos » consejos» porque de hecho,  no sé si lo son.  Lo que sí sé es que no te va a gustar leerlos si estás en esa situación… nunca gusta.

  • Acepta que en el fondo un desengaño es un golpe a tu ego.

No te quiere a ti. Así de sencillo.
Cuando relativizas el dolor y de dónde proviene es más fácil saber hacia donde caminar para gestionarlo.

  • No negocies

Da igual lo que estés dispuesto a ofrecer, a dar, a cambiar, a implementar… no te quiere. Y eso salió de él, no va a cambiar por cambiar tú. Además si intentas negociar,  puede que te pierda el respeto y sea aún peor.

  • No va a seguir siendo tu amigo/a

Es imposible. Así, sin más.  Por lo menos hasta que los sentimientos desaparezcan. Si te tiene cariño y no te odia te lo dirá porque intenta que no sufras. Pero no es posible. No le dejes entrar en ese juego porque no es cierto y en algunos casos solo sirve para aliviar su sentimiento de culpa por acabar con la relación.

  • Corta los lazos pendientes

Oblígate a cortar los lazos y flecos pendientes. No te des excusas y hazlo o pídele que lo haga él si tú te ves sin fuerzas. Y una vez hecho, manténte en tu decisión. Quita su número de la agenda, sácalo de tus contactos frecuentes y/o evita ir a lugares que sabes que frecuenta. Resiste la tentación de preguntarte a cada rato qué hace o no hace e intenta ocupar tu mente en otras cosas. Los amigos son la mejor terapia.

  • Da igual si está o no con otra persona.

El dolor es igual. Si te deja por alguien te sentirás inferior, aunque evidentemente no es así. Y si te deja por nadie creerás que para la gente es mejor estar solo que contigo, que no eres válido. Ambos pensamientos están distorsionados. Si no te quiere da igual que quiera o no a alguien más. No queremos a las personas por comparación, sencillamente las queremos o no. Y cuando no estamos enamorados, pues a veces aparece alguien y a veces no.  Ese alguien no motivó la ruptura.  En todo caso fue una consecuencia, no la causa.

  • Un clavo no saca otro clavo

La primera tendencia de un ego herido es intentar levantarlo.  Pero no funciona. Puede distraernos, ayudarnos a no pensar, pero en el fondo es una anestesia como otra cualquiera.
Si un desengaño nos afecta a nuestra autoestima, es que le hemos dado a la otra persona un poder que no debería tener. La Autoestima es eso: «auto-estima», amor por uno mismo. Deberíamos amarnos a nosotros mismos más que a nadie, o a pesar de todos.
Nuestra concepción de quiénes somos y cuánto valemos ha de ser independiente de la opinión del otro y  de que nos quiera o no nos quiera.  Porque si es así,  nos hundiremos de forma irremediable si esa persona se va y nos deja y necesitaremos a otro que nos vuelva a levantar. Y volveremos al mismo círculo vicioso e insano.  Y este necesitar de pronto parecerle irresistible a todo bicho viviente es una droga peligrosa.

  • Aprende a verle con objetividad

Hasta ahora lo has idealizado. Muy posiblemente en la última fase antes de la ruptura, mientras negociabas, has estado meditando en lo que tú hacías o no hacías para que esto funcionara. Ahora es el momento de mirar con objetividad y ver que una relación que no va bien es por las 2 partes. Ver la realidad te ayudará.

  • Céntrate en ti

No busques otros en los que volcar el amor que te sobra, al menos no en otras parejas. Tampoco te escondas en el trabajo. Mímate.  Tómate el tiempo de sanar tus heridas. Conócete y reconócete.

  • Aprende algo de esta experiencia

Es una buena ocasión para analizar por qué queremos a personas que no nos corresponden. Hacer ese análisis de uno mismo puede llevarnos a un camino de conocimiento profundo de nuestras heridas más primales.  Nunca es tarde para ser conscientes de qué vacíos arrastramos que no llenaremos con nadie.
Si ves este trance como una oportunidad de aprendizaje y crecimiento personal, como una vivencia que te hará más sabio y consciente será mucho más fácil atravesar esta tormenta y dejar la amargura ahí…entre las aguas… y no llevarla contigo a tu orilla.