El chico alto, rubio y guapo que vivía bajo el puente
Parecía un personaje de cualquier serie de vikingos. Podría haber sido modelo. Rubio, alto, con una barba que a a pesar del evidente descuido no ocultaba lo atractivo que había debajo. Envuelto en ropa sucia, no de esa suciedad honorable que tienen los héroes, sino con la suciedad que invisibilizamos.
En medio de un grupo cada vez más grande de gente, de niños, niñas y jóvenes con sus familias, de alguna que otra exhibición de cochazos con la excusa del deporte infantil. Envueltos por una música que, muy mal escogida, como a propósito para hacer juego, como todo, por contraste ese día, no paraba de recordarnos que vivimos en plena era del culto, no ya al cuerpo, sino a la ostentación.
En medio de todo ese ir y venir de gente por un barranco polvoriento, como en un western, él parecía un fantasma. No por terrorífico, sino por Invisible.
Caminaba con la mirada baja y perdida como quien se ha acostumbrado a no ser visto a pesar de su altura y a pesar de desentonar con la imagen grupal. La primera vez que le vi pasar frente a mí intenté mirarle a los ojos y no encontré su mirada. Pasó rápido como quien sabe que molesta con su sola presencia.
Le seguí con la mirada hasta que paró en su destino, una especie de silla vieja y un montón de lo que, para nosotros, sería basura, que parecía ser su lugar. Porque llamarlo “casa” me parece un vegonzoso eufemismo. Un rincón inhóspito con la única bondad de tener un techo. El puente.
Sentí angustia y pensé en todas las veces que en mi vida había oído la expresión “vivir bajo un puente”. Una frase que siendo niña y adolescente igual se usaba como metáfora de aquellos que tienen un desafortunado destino ( merecido según sea de moralizante el discurso) o como amenaza ( horriblemente literal par la mente de los niños y jóvenes) si no aprovechábamos nuestras oportunidades.
“Vivir bajo un puente”
Me pareció escuchar la voz de mi padre pronunciando esas palabras que, en su caso, eran totalmente absurdas por carecer de autoridad moral para dar cualquier lección de vida a sus hijos. En cualquier caso la imagen del puente como único refugio se hizo realidad viendo a ese joven allí.
Yo estaba allí, con mis hijos, agradeciendo ser de ese grupo de personas que nos hemos creído que somos clase media porque los fines de semana vamos en nuestro coche a que nuestros hijos e hijas compitan con otros niñas y niñas por un minuto de gloria y una medalla de latón cuya insignia es tan cutre que se despega antes de llegar a casa.
Pero ahí estamos, riendo, animando, aplaudiendo, a veces incluso siendo unos totales impresentables cuando animamos a nuestros hijos e hijas a machacar al resto.
Y en ese contexto, el joven vikingo cuyo hogar es el puente, ese al que ni miramos, nos valida automáticamente en la cúspide de la pirámide. Porque nosotros tenemos una casa y un trabajo. ¡Nosotros no vivimos bajo un puente! ¡Nosotros demostramos que no somos unos fracasados!
Porque en este mundo nuestro o, más bien, en este aquí y ahora de este mundo nuestro el éxito es ese: no vivir bajo un puente. Aunque nuestra hipoteca nos obligue a dedicar nuestra vida a quien quiera que sea nuestro amo, quitándonos el tiempo de lo que es de verdad vivir, Aunque nuestro cochazo sea solo una forma de disimular con el valor de lo exterior lo pobres que somos por dentro. Aunque nuestras creencias más profundas sean más asquerosas que la ropa sucia que evitamos mirar. Da igual, porque nosotros no acabamos bajo un puente.
No pude evitar preguntarme qué, por qué, cómo… Quería saber cómo había acabado un chico joven, alto y guapo ( y no, esto no es una frivolidad, a los guapos les va mejor en la vida y si no lo creen piensen en la imagen habitual de los sin techo …) bajo aquel puente.
Quería acercarme y hablar con él, decirle :
-“Hola, no eres invisible, te veo. ¿Cómo estás? ¿Necesitas algo?”
Entonces pensé en qué derecho tengo yo a irrumpir en la vida de alguien solo porque yo creo que está en una posición desfavorecida. Me escuché a mí misma hablando de estererotipos, de paternalismo, de capacitismo, de la cara oculta del voluntariado que demasiadas veces usa el sujeto que recibe la ayuda como excusa para alimentar el propio ego.
Pensé si cabría la posibilidad de que ese joven alto, guapo y rubio estuviera exactamente donde quisiera estar. ¿Es eso posible? ¿De verdad alguien podría escoger aislarse, invisibilizarse, desdibujarse?
No tengo la respuesta. La historia de ese joven solo la sabe él. Y quizás pequé por defecto.
Pasó delante de mí un par de veces más con unas bebidas en las manos. Cada vez la misma búsqueda infructuosa de sus ojos. Cada vez su paso ligero, decidido y casi flotante sin reparar en lo que le rodeaba.
Me pregunté si nosotros nos habríamos vuelto también invisibles a sus ojos. Si éramos como una especie de cuerpos que vibraban en una frecuencia inaudible para él, del mismo modo que él para el resto de los que estábamos allí.
Mi hija y otras niñas de su edad jugaban cerca de la zona donde él estaba. Otros niños y niños pasaban cerca con sus bicis o correteando y me resultó curioso que durante el rato que yo observaba ninguno de ellos se acercase a él. Quise recordarme a mí misma siendo niña y acercándome a hablar con todo lo que me parecía interesante o sencillamente diferente. Recuerdo la primera vez que vi un negro y un “enano”. Recuerdo mi reacción exagerada y cómo mi madre avergonzada me cogía de la mano para alejarme y decirme que a la gente no se la señalaba. Y allí ninguno de los niños y niñas vio nada interesante ni diferente.Quizás es que se ha vuelto todo común, incluso la miseria. No lo sé.
Sé que estuve mal mucho rato. Posiblemente una mezcla entre tristeza, compasión y vergüenza. Quizás mi propia reacción en sí misma sea la prueba de mi propio clasismo.
No sé si había una buena y una mala reacción. Como suelo decir en mis cursos, casi siempre importa más la motivación que la acción. Y la reacción que la acción. Podría haber reaccionado de otro modo. Podría haber “hecho” algo más que observar y pensar. El caso es que no hice nada.
No hice nada salvo hablar con mi hijo de ello. Le hablé del chico que vivía bajo el puente y de lo invisible que se vuelven a veces las personas. Y me dijo que él sí lo había visto y lo había mirado. Que se preguntó por qué estaría allí.
Y en mi soberbia comodidad de mujer de clase media, con un coche de gama media e hipoteca, que lleva a sus hijos a unas competiciones con las que está profundamente en desacuerdo sentí el hipócrita alivio de pensar que algo estaba haciendo bien.
Pero en el fondo, cuando toca rendir cuentas a una misma sin máscaras, llevo varios días pensando en si el chico rubio, alto y guapo que vive bajo el puente estará bien. Si él preferiría estar en otro lugar. Pensé en que esa podría ser mi historia cuando, con 19 años, me fui de mi casa sin trabajo y con muy poco dinero en el bolsillo.
Quizás la única diferencia que hizo que yo no acabara viviendo bajo un puente, como tantas veces vaticinaba mi padre, fue que yo tuve suerte. No el tipo de suerte capacitista que tanto oigo y tanto asco me da. Tuve suerte porque siempre tuve personas con quien contar.
Hoy, que sigo recibiendo tanto de tanta gente que quiero y me quiere, el chico alto, rubio y guapo que vive bajo el puente me obliga a ser aún más agradecida.
¡Gracias a las personas de mi vida!
PD. Y no, no era alcohol.